10 mayo, 2014

Astilla


 


Cada uno escribe lo que puede,
no lo que quiere.
Borges.

Llueve, que descansado amanecerá el cielo mañana, después de vociferar y tirar gotas de luz. Y yo miro llorar al cielo y no lloro.

Pronto llegará el alba, la luna morirá sus rizos en fuego de mañana. Mi casa es diminuta, pero las inmensidades se cuelan por la ventana y la noche se convierte en aire frío y empapado que ronda la casa.

Es octubre, el mes de Xochiquetzal, la diosa luna, que vestida de sacerdotisa navega las almas del sueño. En este mes, ella se deja caer, se desangra en partos de luz y así nos limpia la mirada.



En la noche los segundos son largos y se repiten, se forman uno tras otro y yo busco algo que no es ni la luna, ni tus ojos. Busco a Poesía, busco tu nombre.

Pero el deseo es una voz esquiva y cada ofensa es labio de la muerte.

Eres viento, fuga que no cesa y soy torpe, tartamudeo y los versos caen de mis manos, voces de un hilo roto que traza murallas.



La respuesta no llega, pregunte a los huecos nocturnos ¿cómo se le habla al que escribe?...

Sólo encontré silencios punzantes que golpean mis pisadas.


06 mayo, 2014

Un editor hipogrífico


                                                                                                           
La luna merece que todos los hombres la miren, 
siquiera una vez antes de morir. 
Jorge Luis Borges

No tengo la costumbre de saludar a los muertos pero era imposible no notar su fantasmagórica álgida presencia con voz de granizo, era un ánima de piel y viento, un ser irremediable, testarudo, así invadió todo el lugar como destellos y su voz era como de piedras entre ráfagas de luz. ¿Qué otra salida quedaba sino saludarle e invitarle a tomar asiento y ofrecerle algo de beber?, ¿un vaso de agua, quizá un café o preferiría té? Sus pisadas de plomo se arrastraron como hilachos de arenisca, padecía de una cojera, por lo que lentamente y, a su propio paso, camino por la habitación y justo antes de sentarse, dio dos vueltas como suelen hacerlo los felinos para finalmente tomar asiento y mostrar su educación y elegancia con absoluto esplendor.

Me senté enfrente, era obvio, temblaba; pero me dio las gracias, me dijo que no necesitaba beber nada, me aclaró que los líquidos le caía mal porque suelen apagar los fuegos y destruir los cielos en la garganta y entonces; en lugar de llamas, se tosen cenizas y eso, nunca es del todo agradable. Y luego, añadió, ¿sabe usted? No suelen ser amables a mi llegada, por lo general no desean recibirme y aún a pesar de los años no logró comprender porque esos gritos. La verdad no son agradables para mi oído; de ahí he obtenido esta fama de un verdugo que ejecuta a velocidad de trueno, porque siempre en esos casos y que son lo más por cierto; simplemente ejecuto la orden lo más velozmente posible para restaurar el silencio. Pero hoy, quizá pueda hacer una excepción con usted porque imagino al menos, que sabe muy bien la razón de mi visita; ¿no es así?



Trague saliva y asentí temblando, muy levemente, el gesto no permitía asegurar ni negar nada del todo, con lo que me creí por un instante, torpemente a salvo, aún a pesar de estar plenamente consciente de que se trataba de mi propia ejecución. Aquel extraordinario ser, se acomodo mejor y fue entonces que pude ver entre sus mangas aquella piel. Era un ser pétreo, gárgola en oscuridad de la que nacía su plumaje y cuya vitalidad provenía de una antigua maquinaria con engranajes de reloj. Con sus garras desnudas de bronce comenzó a arañar el piso de madera como si fuera hojarasca, era evidente que esos crujidos le deleitaban. Sus ojos fijos eran dardos de muerte y no me perdían de vista. Con su nariz de ganzúa me hacía sentir como se bebía todo el aliento. Luego extendió sus alas de lluvia para acomodarse mejor y el agua cayó formando charcos, se sacudió y, a sus anchas, alas y agua, ocuparon todo el lugar y entonces dijo:

 -Mire, con usted seré cordial, en agradecimiento y porque esto es sumamente simple, su tiempo ha terminado; ¿tiene algo que quisiera mostrarme que valga la pena? para que le dé, digamos un plazo extra, le advierto que será breve y por supuesto correría por mi cuenta. Con los superiores podría decir que no le encontré pero que le buscaré nuevamente terminando toda mi lista de creadores, si para entonces usted tiene algo en las manos aunque sean algunos garabatos y puede respaldarlos con algo de verborrea, quizá hasta puedan darle, digamos una brevísima amnistía atemporal. ¿Le gustaría leerme algo ahora?


Mis ojos estaban ya desorbitados y los latidos me inundaban la garganta; me levanté para tomar de una mesa el cuaderno en que escribí con la tinta púrpura que me ordenaron. Al abrirlo, las palabras se diluyeron formando una mancha al centro y, con horror, descubrí que habían hurtado mi historia, habían hurtado todas las palabras, no quedaba ni rastro de la tinta, sólo había hojas vacías, en blanco. El tiempo se detuvo en aquel instante, sólo alcance a medio girar la mirada cuando un viento fulminante con relámpagos destrozó el lugar.


Sí, el tiempo se detuvo para mí aquel día. Ahora me sientan cada mañana, de diez a dos en esta silla para ver a las personas pasar. Me dicen que tuve un gran talento. No recuerdo nada, sólo ese sueño; todo lo demás me es ajeno, no recuerdo ningún rostro. Sólo me queda un sabor a fuego en la boca y esa maldita acidez cada vez que abro mis ojos, ya no puedo ni inventarme una historia que le dé razón a mi estadía en este lugar que me resulta eternamente desconocido y al que sólo lo habita una breve luna tras la ventana.



Lucía de Luna, 19 nov. ‘12.